Fernando y Laura, casados con dos hijos, compartían algunos fines de semana con otras parejas con chicos. Pileta, almuerzos, juegos, largas conversaciones en el jardín. Luis, el amigo separado de Fernando, era el invitado permanente de los sábados y domingos.Habían sido compañeros desde los cinco años cuando entraron a un colegio inglés, luego en la facultad y finalmente fueron juntos a Londres a hacer un posgrado. Eran, decían ellos, “hermanos de la vida”.
Desde que Luis se divorció, la casa de su amigo fue su refugio. Vivía una situación difícil con su ex mujer que le impedía ver a los hijos con la frecuencia que él deseaba. Además, tenía temas no resueltos con su familia de origen: los mandatos que había recibido, sus padres absorbentes, conflictos en la empresa familiar. Esa conjunción de problemas lo agobiaba, y las charlas con Fernando eran un bálsamo. Laura y Fernando se habían casado jóvenes: 17 y 22, respectivamente. Luego de 15 años juntos, la maternidad muy rápida, la responsabilidad de la casa y las infidelidades de su marido, Laura estaba cansada. No quería seguir con Fernando, sentía que transitaban por caminos diferentes.
Hacía bastante tiempo que las relaciones entre ellos eran distantes. Lo que sí conservaban era la vida social, donde los dos se refugiaban para aparentar una situación estable que distaba mucho de serla. Finalmente, decidieron divorciarse. Fernando alquiló un departamento cerca de su oficina y se mudó. Después de dos meses de esta separación, Luis comenzó a salir con Laura. Ella era la ex de su íntimo amigo. La culpa lo carcomía, pero “se dio”, no lo pudo evitar y a Laura le pasó lo mismo. En un principio, la relación comenzó a escondidas pero, como todos los secretos, llegó un momento en el que se descubrió. A Fernando la noticia lo trastocó. No podía creer que el amigo al que había ayudado tanto, a quien le ofreció generosamente su casa, le respondiera de esa forma.
Me acuerdo de un ejemplo mucho más leve que traigo a cuenta, para mostrar que la rabia puede producirse sin importar la etapa de la vida por la que uno esté pasando. Obvio, sin las mismas consecuencias. Lucila, de 24 años, salió durante dos o tres meses con Federico. Su amiga íntima, Karina, conocía los pormenores de la relación. Cuando cortaron, Lucila viajó de vacaciones a Europa. Aquí, en Buenos Aires, Fede y Karina empezaron a verse. Cuando Lu volvió de su viaje, un mes después, Karina le contó lo que había sucedido. Se lo dijo con naturalidad, tranquila, sin pensar que a su amiga le podía afectar. Sin embargo, no fue así. A Lucila le molestó, no pudo entender cómo su amiga no se lo había consultado antes de tomar la decisión de salir con su ex. Esto la afectó mucho más que la acción en sí. La justificación de Karina fue: “no sé, nos surgió, no me pude resistir a la tentación. Es verdad, tardé en contártelo, no entiendo bien qué me pasó”.
Parecería que el objeto amoroso del amigo/a tiene una connotación especial, un agregado más valioso al cual algunas personas no se pueden resistir. La transgresión genera adrenalina. A veces, en algunos casos, se corta la amistad para siempre; otras, luego de un tiempo, se supera “la traición” e incluso las partes vuelven a compartir salidas. De todos modos, no es una experiencia fácil de atravesar.
Cuando Paris, príncipe de Troya, visitó a Menelao, rey de Esparta, fue recibido con honores. Sin embargo, no dudó en escaparse con Helena, la mujer de su anfitrión y fundar así el arquetipo más antiguo de la traición en la pareja. Tanto, que los griegos fueron a la guerra por esta causa. Aunque para los dioses griegos la acción de Paris y Helena se justificaba porque Afrodita había flechado los corazones de los amantes, los afectados se trenzaron en una guerra que duró diez años.
Es evidente que en estos casos existe una atracción hacia lo prohibido, sumado a una conjunción de emociones: sensación de culpa de la nueva pareja por comenzar su relación de esa forma y el dolor terrible de la abandonada o abandonado que sufre la amargura de la decepción.
¿Podemos calificar de deslealtad a un sentimiento que surge y que el humano no puede controlar? ¿Creemos, como los griegos, que la flecha del amor anula nuestra capacidad de elegir? Si vamos a un pensamiento más moderno, podemos decir que a veces las personas ven a las amistades o los amores como una propiedad: “es nuestro/a”. Acaso ¿es eso posible? ¿Es un objeto? Queda en nosotros la capacidad de elección y de perdón.
Lic. Alicia Bittón
Psicóloga Clínica Terapeuta familiar y de pareja
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