Muchas veces escuchamos decir que una persona es narcisista. ¿Por qué empleamos ese término? Proviene de la mitología griega. Hay un relato, mejor conocido como el “mito de Narciso”, que cuenta esa historia, trágica desde su comienzo. Narciso es producto de una violación: el dios-río, Cefiso, violó a la náyade Liriope que engendró a un joven de extraordinaria belleza.
A lo largo de su vida, Narciso provocó grandes pasiones, sin embargo era incapaz de amar y de reconocer al otro. Después de rechazar a la ninfa Eco, Némesis, la diosa de la venganza, lo tentó acercándolo a la orilla de un río. Sin saber que el reflejo en el agua era él, se enamoró de la imagen reflejada. Es decir sintió una fascinación por sí mismo de la que no pudo sustraerse. Lo trágico del mito consiste en que Narciso, enamorado de su reflejo, no puede abrazarlo y tampoco apartar sus ojos de él. Está condenado a amar una imagen inalcanzable: la suya propia en el espejo del agua.
Subyugado por la belleza del reflejo que le devolvía el río, se retrajo de toda posible relación amorosa con otros seres e incluso de atender sus propias necesidades básicas, por lo que su cuerpo se fue consumiendo para terminar convertido en la flor del narciso, tan hermosa como maloliente.
Para el vulgo, el narcisista es una persona vanidosa, ególatra, que siempre se está “mirando el ombligo”.
Para la Psicología, el narcisismo puede manifestarse con una forma patológica en la que el paciente sobreestima sus habilidades y tiene una necesidad obsesiva de admiración y afirmación. Muchos teóricos aseguran que debajo de toda personalidad narcisista existe una baja autoestima. Así era Ricardo, un arquitecto muy sociable, que vivía pendiente de la opinión de los demás. Era un hombre atractivo, carismático y cuidadoso en su forma de vestir; en las reuniones trataba de ser siempre el centro de atención, elegía temas y conversaciones en las que se podía lucir y disfrutaba cuando la gente se divertía con sus intervenciones. Si alguien tomaba la palabra para contar alguna anécdota, él trataba de incluirse con: “Casualmente a mí también me pasó…” o “Sí, yo también estuve en ese lugar”.
Tenía éxito con las mujeres y armó varias parejas, pero ninguna le duró. Como estaba tan centrado en sí mismo, la empatía no figuraba entre sus cualidades. Su escucha prácticamente no existía. Muy competitivo, sufría cuando jugaba y perdía en el tenis. Viajaba mucho y también esto le servía para darse importancia y crear una imagen envidiada. Siempre tratando de encontrar la felicidad en algún lugar de esta tierra, sus expectativas se frustraban cuando, después de un sinfín de ilusiones, la realidad se le aparecía con fuerza. El que lo veía de afuera seguramente pensaba que Ricardo era el prototipo del éxito, pero no era así. Esa careta de seguridad ocultaba su vacío interno. Pensaba que los otros tenían más suerte, que él era un alejado de la mano de Dios. Su estrategia para captar la admiración de los demás consistía en conectarse con gente importante, pero debajo de esa fachada exitosa llevaba una vida de sufrimiento interno.
Las relaciones familiares siempre fueron conflictivas para Ricardo. Competía con sus hermanos por el amor de sus padres. Aunque lo escondía, era sumamente dependiente y cualquier gesto de cariño lo vivía como un regalo no merecido. No sabía quién era él.
La relación con una persona narcisista es compleja porque, al no entrar el otro en su campo de referencia, el puente con los demás está roto. El narcisismo es una tragedia poco visible ya que desde afuera se muestra una fachada eficaz que asfixia al que la lleva.
De todas maneras, creo fervientemente en el poder de las conversaciones terapéuticas y en la posibilidad del cambio. Es un camino difícil a veces, pero vale la pena intentarlo. Cuando una persona se siente molesta consigo misma, allí es cuando empieza la necesidad de querer cambiar. Las conversaciones significativas pueden comenzar a reconstruir el puente y a ayudar a conectarse.
Lic. Alicia Bittón
Psicóloga Clínica Terapeuta familiar y de pareja
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